viernes, 9 de octubre de 2009

Bello gatito

Terminada las clases, mi familia me esperaba en casa, para almorzar. Yo, como todo niño obediente de doce años, debía ir cuanto antes, si no fuera por un problema: mi amistad con un bello gatito, de color gris, ojos azules y brillantes. ¡Y qué brillantes que eran! Nada más, en las noches, pasaba por la calle, saliendo del colegio, y veía dos puntos de cana brillar con los postes de luz. Corría hacia el gatito, y éste saltaba a mis brazos. Yo lo abraza, y el ronroneaba de tal modo, que hileras de dicha se deslizaban por mis mejillas.
Entonces, un día, decidí llevarlo a casa, para que mi familia lo conociera. Recuerdo que entré, o habré tocado la puerta...
- ¡Ya llegué! ¡¿Hola?!- Debía quitarme los zapatos si no quería manchar la alfombra.
- ¡Dónde has estado, insolente! – Una voz contorneó las cuatro paredes, y retumbó en mí.
- ¡Traje un compañero!
Recuerdo solo que dije que era un gatito muy querido. Más tarde, oía a mi mamá, a mi papá, a mi hermana, decirme zoofílico, introvertido, iluso, tonto, mojigato... palabras que no conocía, escasas para mí en significado pero que podían significar mucho. Aunque, en esos momentos, no había etiqueta que podía lastimarme. Me sentía feliz de haber llevado al gatito.
Al día siguiente, luego de levantarme, caí por las escaleras.
No se qué me ocurrió, ni en qué pensaba. Solo me vi avanzando, como sonámbulo; me sentía como esas personas que flotan sin cuerpo y que tocan el piso, llamadas viajeros astrales. Por poco pensé que volaría, mas aquel golpe en la cabeza tuvo que despertarme de mi ilusión. Mi familia corrió hacia mi, y al unísono ordenó llevarme al hospital.
-¡Hospital, llévense a mi hijo, rápido! ¡Padre cuyo hijo se ha muerto no tiene nombre!-
La ambulancia esquivó a cualesquiera de los peatones que se infiltraban por la carretera. Finalmente, me bajaron del vehículo y me llevaron sobre una camilla hasta la habitación donde me harían el diagnóstico. Me subieron a otra cama, y luego a otra, luego me tomaron radiografías, luego me inyectaron sustancias incoloras, que cosquillas me causaban al deslizarse por mis venas, luego me daban de comer escasamente, luego me dejaban en cama, sin moverme. Acabé, al rato, dormido, y dije que mi primer día en el hospital fue un poco desalentador. Día tras día fue la gente visitándome, entre familiares y amigos. A nadie le hacía caso, los veía entrar y salir como marionetas, que obligados se veían de verme, bien por compromiso, o para decirse a sí mismos “bondadosos”. Fueron los días inertes pasando, uno tras otro.
De pronto, una silueta enmarañó los pasillos, y cuando volteé la cabeza, vi cuatro patas atravesar el umbral de la habitación.
-Amigo...- Le dije al bello gatito. Sus ojos ya no se iluminaban como antes.
El felino se subió en mi pecho, y yo lo acaricié, con felicidad, con alegría, con dicha, cada vez más y más profundo, hasta desaparecer...

Luz que traen los ojos traen la vida, como la muerte éstas traen cuando se apagan.


Al poco rato, mis padres entraron a la habitación donde dormía eternamente. Al parecer, ese silencio en mi cuerpo los obligó a gritar estrepitosamente y a tambalear de llanto y dolor. Qué más espera alguien cuando ve morir a su hijo enfrente de él, y, sobre todo, cuando lo ve morir en manos de un felino de ojos siniestros, que no refleja más que el fallecimiento puro, encarnado del infierno. Angelito de la muerte

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